Síntomas de la vacunación
Dos hechos convergieron para empujarme a visitar nuevamente el laberinto de las decisiones. El primero fue que, tras evaluar los pros y los contras sobre el asunto, mi hijo decidió vacunarse. Pregona una máxima ancestral que el hombre sabio busca a otro más sabio para hacerlo su amigo. Mi hijo es el más próximo de tales amigos míos. “Si tu amigo sabio se vacuna, piensa mejor las razones por las que tú pretendes esperar más tiempo”, resonó en mi cabeza. El segundo fue que, tras larga espera por causa de la cuarentena, al fin vienen de visita mis familiares extranjeros. Llegarán en agosto. Aprendí de mis padres que, para recibir a los seres queridos, debe prepararse la casa. Lo aprendí en las visitas de mi abuelo Higinio. Y también aprendí que si deseas sentirte cómodo en compañía de otros, entonces debes hacerlos sentir cómodos en la tuya. Entré al laberinto de las decisiones. En esta ocasión, hice participar a la regla del noventa diez. Esta regla establece que noventa de cada cien eventos nos encontramos imposibilitados para cambiar el desenlace y sólo nos corresponde adaptarnos; y que sólo en diez de tales cien ocasiones podremos hacer algo para modificar el resultado. Hice participar al razonamiento de que la sociedad sigue leyes, sigue patrones, sigue masas; somos presos del entorno, de la rutina, de las obligaciones y eso sucede porque habitamos un universo determinista. Investigué, además, sobre casos de portadores de stent, como lo soy yo, que hubieran reportado reacciones negativas a la vacuna. No encontré ninguno.
Entonces decidí recortar el período de espera. Al día siguiente formé cola en el centro de vacunación que correspondía a mi domicilio. Pasé por la fila exprés, la edad que muestra mi faz no requirió verificación de la fecha de nacimiento en el documento de identificación. Mi rango de edad fue vacunado tres meses ha. Apenas dos minutos permanecí frente al muchacho que registraba los datos en el comprobante respectivo, llevaba conmigo un formulario pre-llenado. Recibí la vacuna. Permanecí en la sala de observación el tiempo requerido y me fui a casa a descansar según las indicaciones recibidas.
Así que aquí me encuentro, sufriendo los últimos síntomas de la primera dosis de la vacuna. No padezco dolor de cabeza, aunque siento un casco sujetándola. No padezco temperatura, aunque sí desgano. No padezco dolor en la zona inoculada mientras no haga movimientos bruscos, aunque sí comezón en ambas extremidades desde los dedos, las manos, los brazos y hasta los hombros.
Aún sigo creyendo que los fármacos modernos, como las vacunas, interfieren con la natural evolución del sistema inmunológico. Aún sigo pensando que las vacunas son eficaces contra la cepa para la que fueron desarrolladas, pero apenas medianos paliativos contra sus mutaciones. Aún sigo suponiendo que los virus mutan constantemente. Aún sigo aceptando que es nuestro ejercicio moderado, alimentación sana y mesurada, procederes sin excesos, medidas sociales sanitarias y comportamientos prudentes, la mejor defensa contra las epidemias. Aún sigo convencido que, aunque no existan los cuadriones, una actitud positiva puede más que cien dólares de medicamentos.
Tras tantos cuentos contra vacunarme pronto, he de clasificar mi proceder aceptando la inoculación en la categoría de: “es de sabios cambiar de opinión”. Aunque, siendo honesto, cabría también clasificarla en: “cae más rápido un hablador que un cojo”. Por supuesto, prefiero la primera.