Mi primer encuentro con la muerte
Tengo pocos recuerdos de mi infancia antes de los ocho años. Uno de tales recuerdos es una ocasión cuando mis padres me dejaron durmiendo en casa porque ellos visitaban a unos vecinos del mismo edificio. Seguramente pensaron: qué puede ocurrir estando nosotros a pocos escalones de distancia. En aquel entonces debía tener unos cuatro años de edad. Pero sucedió que desperté antes de su regreso. Sospechándome solo en el departamento que consideraba mi refugio, mirándolo sin luz que alumbrara los rincones de aquel sitio, mis temores se presentaron y me sentí abandonado. Llamé a mis padres sin obtener respuesta. Volví a llamarlos y luego volví a hacerlo hasta convencerme que nadie acudiría a mis reclamos. Bajé de la cama y busqué por todos lados. Nadie había en casa conmigo. La luz menguaba y la penumbra se convertía en oscuridad. Monté mi triciclo y aún ahora desconozco la razón tras aquel acto. No sé cuánto tiempo estuve pedaleando: de la sala al comedor, al pasillo y de vuelta a la sala. No sé cuantos giros debo haber dado en el mismo recorrido hasta que llegaron mis padres. Mi esposa opina que fue en aquella ocasión cuando gané todas mis inseguridades y todos mis traumas. Yo opino que nacemos con ellos, pero ciertamente fue entonces cuando los acentué. Este recuerdo es la más antigua reliquia que preserva mi memoria.
Existe otro recuerdo, sin embargo, que considero aún más traumático. Debo haber tenido alrededor de cinco años de edad. Mi padre llegó a casa a la hora de la comida. Circunstancia excepcional, pues siempre vimos a papá salir muy temprano para cumplir sus deberes y volver a casa muy tarde, con frecuencia cuando ya estábamos todos sus hijos metidos en la cama. Aquel día, alguien, no recuerdo quién, me había regalado una moneda de cinco centavos. Los llamábamos quintos. Metí el quinto en un vaso de plástico, agité el vaso y empiné la moneda a mi boca. Estúpida idea de chiquillo. Escupí la moneda de vuelta al vaso y volví a agitarlo. Repetí la acción hasta que ocurrió que mi lengua fue incapaz de retener el quinto dentro de la boca. La moneda resbaló hasta mi garganta. Mis padres se percataron de que algo malo sucedía cuando mis aspiraciones se volvieron roncas, truncas y desesperadas. "Al médico de inmediato", ordenó mi padre. Me cargó en sus brazos y corrió. Apenas llegó a la puerta de la casa, el color de mi cara le demostró que no llegaría a tiempo. Me tomó entonces por los tobillos y me puso cabeza abajo. Me sacudió como quien pretende sacar, por la fuerza, una moneda de la alcancía. Recuerdo que, mientras esto ocurría, yo había continuado mis esfuerzos por jalar aire a los pulmones. Recuerdo que pensé, agotado, que no había ya razón para continuar luchando. Recuerdo que imaginé que había llegado el momento de morir y aflojé todos los músculos abandonando mi destino a lo desconocido. Aquel fue el instante en que mi padre dio una sacudida aún más violenta. La moneda salió de mi boca. Todos oímos el quinto tintinear en el suelo. Ese fue mi primer encuentro con la muerte.