Mis siguientes encuentros con la muerte
Trabajaba para una empresa española de controles electrónicos. Mi primer empleo de tiempo completo. Mi primer empleo después de concluida la escuela superior. Una exposición industrial fue organizada en Acapulco. El director de la empresa anunció que participaríamos exhibiendo los productos. Preparamos unos paneles con grandes fotografías traslucidas con iluminación por detrás. Los controles manejarían las luces haciendo nuestra presentación atractiva para los asistentes. Acomodamos los pesados paneles y los controles electrónicos en una camioneta cerrada para carga y nos dispusimos a viajar hacia el puerto. A pesar de mi juventud, el director confiaba en mi buen juicio así que, a falta de un conductor profesional, me encomendaron manejar el vehículo. 380 kilómetros manejé controlando la camioneta que se coleaba por causa del peso. Llegamos hasta el centro de exposiciones. Descargamos, mis compañeros y yo, los paneles y los controles y montamos el estand. Terminamos a altas horas de la noche. El director de la empresa, queriendo premiar nuestro esfuerzo nos invitó a cenar a un buen restaurante. A mí se me cerraban los ojos. Luego dormimos escasas horas, pues a la mañana siguiente el evento comenzaba muy temprano. Todo el día siguiente explicamos funcionamientos, proporcionamos especificaciones, regalamos listas de precios y panfletos. No dejamos sin atención el pabellón, los curiosos ni los clientes potenciales, ni siquiera a la hora de comer. Exhaustos regresamos al hotel. Aquella noche dormimos horas completas, aunque para mí no fueron suficientes. Al día siguiente, desmantelamos nuestros aparejos, cargamos nuevamente la camioneta y partimos de vuelta a la Ciudad de México. Tras 100 kilómetros, sintiéndome cansado, cedí el volante a otro de los ingenieros que me acompañaba. Mi compañero aceleraba en cada recta y frenaba al entrar a cada curva como si manejara en una competición de autos. Recordé el consejo que alguna vez me brindó mi padre; él dijo: "si tienes que frenar al entrar a una curva es porque no vienes atento a la carretera". Tragué saliva. "Esta es su manera de conducir, debo tener confianza", me dije a mí mismo. Me arrellané en el asiento pretendiendo dormir un poco. Comenzó a lloviznar y el piso se puso resbaladizo. Saliendo de una curva, entrábamos a un puente. La camioneta patinó. Mi compañero perdió el control. Golpeamos ambas barandas. Saliendo del puente fuimos a chocar de lleno contra una roca. Los paneles pasaron sobre mi cabeza y rompieron el parabrisas. Me golpeé la garganta contra el tablero y las astillas del parabrisas se encajaron en mi cara. Mi compañero se rompió la clavícula; yo, perdí el sentido.
"¿Recuerdas cómo te llamas? ¿Recuerdas de dónde vienes?" Escuché la voz del policía de caminos que me ayudó a salir de la cabina. Nos llevaron al hospital de emergencias de Topilejo. La revisión médica inicial mostró que no tenía mayores lesiones. Días después, yo continuaba extrayendo astillas de vidrio de mi cara. Tardé una semana para que se desinflamaran las cuerdas bucales y recobrara el habla. De no haberme arrellanado en el asiento, los paneles, probablemente, me habrían roto la nuca. Ese fue mi segundo encuentro cercano con la muerte. Yo tenía entonces 22 años de edad. Mi tercer encuentro ocurrió a los 57 cuando sufrí el infarto. Ya he descrito en otro cuento esta experiencia. Adicto a encontrar patrones, como he sido siempre, puse un poco de matemáticas al asunto. Parece como si existiera una secuencia, múltiplos progresivos de 17 años y poco más, en que mi amiga la muerte viene a rendirme visitas. Si tal ciclo realmente existe entonces moriré a la edad de 109. O antes, si se legaliza la eutanasia.