El reloj – parte 3
Para aquellos lectores que lo han preguntado y para aquellos que no lo hicieron pero lo pensaron, la respuesta es: sí, el autobús que me llevaba a la escuela pasaba frente a dos grandes relojes.
En el problema del relojero que viaja entre dos pueblos vecinos, la imposibilidad de determinar cuál es el desfase entre los relojes y la diferencia del ritmo entre sus marchas se debe a la indeterminabilidad de las variables que intervienen en el problema y sus valores ocasionales. Afectan al tiempo de viaje: si un rebaño de ovejas retrasó al autobús, si el lento andar de un anciano cruzando la calle incrementó el tiempo de viaje, si el conductor se encontraba cansado, si llovió haciéndose el camino más lento, si el tráfico en la ruta fue intenso, si el motor del vehículo estaba o no en óptimas condiciones, si un percance de tránsito en el camino retardo el recorrido. Realizar muchos intentos haría participar aún más variables como la suciedad que se acumula en los mecanismos, como el desgaste de los engranes, como los ajustes aplicados a la maquinaria, como posibles averías. Con un número infinito de intentos se lograría, quizás, que unas vicisitudes compensarán a otras y se alcanzara una velocidad promedio estable del autobús; como en el problema de arrojar un dado para obtener un sexto para la frecuencia de aparición de cada una de sus caras. Yo considero, sin embargo, como ya he expresado antes, que requerir un infinito de iteraciones en un experimento constituye un absurdo, puesto que no es posible realizar un infinito de intentos.
En el reloj de mesa de Guadalupe, la abertura posterior del reloj que permite acceso al oscilador y su palanca de ajuste es sumamente estrecha. Caben las dos manos de una persona, pero queda bloqueada completamente la abertura impidiendo se pueda observar la maniobra. Se requieren las dos manos: una para sujetar el volante, la otra para mover la palanca. Así que debimos decidir si desarmábamos nuevamente el reloj para realizar el ajuste o realizábamos nuestros intentos de prueba y error simplemente con el tacto. Decidimos lo segundo, imaginé que en la opción primera, existía una probabilidad de que el ajuste logrado se perdiera al rearmar el reloj. Decidimos también que sólo uno de nosotros realizara los intentos de ajuste. Los ángulos de cada intento serían estimativos y hacer participar a dos ajustadores alternadamente impediría conocer que tanto del último ángulo habría que corregir. La perseverancia astronómica de Ramón lo hizo merecedor de tal designación.
Midiendo la cantidad de segundos de desviación por hora transcurrida en diferentes posiciones de la palanquilla aprendimos que la diferencia entre la marcha del reloj de mesa y nuestros cronómetros no era un valor único. Quizás debido a errores de metrología y a la imprecisión de los aparatos de medición, pequeña pero existente; quizás debido a que grasa remanente en los engranes fungía a veces como almohadilla, a veces como cuña; quizás debido a que los engranes no son piezas perfectas; quizás porque los cambios de temperatura dilatan y contraen las partes de los mecanismos. Nos vimos obligados a calcular valores promedio para estimar qué ángulo debíamos mover la palanquilla.
Más adelante con las estadísticas, percibimos que la maquinaría del reloj respondía a cada ajuste que realizamos como un sistema sobreamortiguado. Es decir, las mediciones con los cronómetros después de cada ajuste tendían paulatinamente hacia un valor más estable con el tiempo; así que después de cada ajuste esperamos un día antes de volver a medir la desviación de la marcha. Igualmente percibimos que la variación de la tensión no respondía linealmente al ángulo de la palanquilla. Alejada del punto óptimo parece producir con el mismo cambio en el ángulo de la palanca una menor variación en la marcha de la maquinaría. Imagine el lector una campana de Gauss aguda pero horizontalmente invertida, como un pozo. Tras una semana de intentos alcanzamos 6 segundos de adelanto por cada hora.