Los prejuicios son buenos
Mucho habrá escuchado el lector sobre los prejuicios como distorsionadores de nuestras apreciaciones, perjudiciales para nuestra sociedad, etiquetas negativas del prójimo y pecados de la humanidad. Pero es que los prejuicios no sólo son naturales, espontáneos y válidos; sino también son necesarios.
Conocí cuando niño a la escultora afroamericana Elizabeth Catlett Mora. Ella era madre de uno de mis mejores amigos de la infancia. David, el menor de sus tres hijos, y yo pertenecíamos al mismo grupo de niños exploradores, compartíamos la misma cantidad de años de edad y vivíamos a una cuadra de distancia; así que solíamos reunirnos para jugar en el parque y las calles de la colonia con la misma pandilla de muchachos. La señora Mora, como yo la llamaba, pues tal era el apellido de su marido, poseía una seductora y dulce sonrisa. Gesto que lucía con cierta frecuencia y la hacía ver como una mujer amable y bondadosa. Rasgo que podría hacer a uno creer que se trataba de una mujer de poco temple. Prejuicio, sin embargo, grandemente errado. Según mis apreciaciones que fueron moldeándose paulatinamente, ella era una mujer recia, firme y de carácter bien plantado; no se amilanaba ante los desafíos ni ante las situaciones problemáticas y perseveraba hasta lograr sus objetivos. Invito al lector para leer su biografía en la wikipedia.
Los prejuicios son el primer marco con el que definimos a una persona o a una situación. Marco que crea nuestra mente a partir de los escasos conocimientos que tenemos de la gente. Los prejuicios son nuestro punto de partida para entender al mundo. Los prejuicios son como el pedazo de tronco, roca o arcilla que colocamos en el banco de trabajo para iniciar la obra. Mantenernos en los prejuicios, en cambio, es como quedarnos inmóviles en el punto de arranque cuando el juez de partida ha sonado el inicio de la carrera. Permanecer en los prejuicios es como abandonar nuestra escultura en el rincón y jamás invertir el tiempo para pulimentarla. Siempre nuestras primeras apreciaciones de alguien serán incorrectas, es necesario continuar observando a la persona para conocer verídicamente de ella.
La primera ocasión en que visité la casa de David, noté el español de su madre. Su gramática era impecable aunque su acento estadounidense la delataba de inmediato. En las siguientes ocasiones noté que la casa estaba siempre adornada con esculturas en madera, arcilla y otros materiales. También observé que en banco de trabajo en un rincón de alguna habitación había una obra en proceso. En mis visitas nunca vi a la señora Mora trabajando en su banco, ella era mujer de muchas ocupaciones. Además de esposa, ama de casa, madre y escultora, impartía cátedras en la universidad nacional; y sin embargo, sí recuerdo que la obra en el banco era diferente en cada visita.
Los prejuicios son buenos, son el pedazo de material que colocamos en el banco de trabajo; no moldearlos con nueva información para pulir nuestras apreciaciones sobre la persona es donde radican nuestras limitaciones; es donde los prejuicios se vuelven lastre. No permitir que nuevos sentimientos y experiencias cambien nuestra forma de pensar, eso es el pecado que cometemos. Abracemos nuestros prejuicios, permitámosles existir; pero luego, invirtamos el tiempo necesario para deformarlos o sustituirlos. Mi esposa afirma que uno debe acercarse y observar atentamente a las personas que le producen antipatía, pues sólo así se llegará a conocerlas realmente.