Y murió mi Ángeles, mi madre
Y el deterioro neurológico continuó su implacable avanzada. Yo seguía visitándola todos los lunes y jueves para pasar un rato con ella aunque ya no conversáramos. Sus ideas ingeniosas y sus frases sabias hacia tiempo se habían extinguido. Ella ya no me reconocía siquiera. A veces me confundía con un pariente cercano sin que yo pudiera identificar quién, pues su habla también se volvió torpe y la potencia de su voz, otrora intimidante, menguó muchísimo; otras veces me confundía con su esposo, mi padre. Las últimas visitas que le hice, ella permanecía callada o dormida.
Y luego nos invadió a todos la contingencia sanitaria. No era prudente ni aconsejable salir a la calle y mucho menos montar el transporte público. Deje de visitar a mi madre. Mis hermanas organizaron entonces seguir conviviendo con ella "virtualmente" mediante videollamadas. Lo que fue posible gracias a las destrezas informáticas de su enfermera y la orientación de mi hermana Patricia. En ellas mi madre hablaba poco o permanecía muda, pero sonreía mirando la pantalla del teléfono.
Y llegó la recta final de su vida. Una mañana mi hermana Eunice reportó que la noche anterior, mi madre había padecido respiraciones trepidantes y entrecortadas como estertores. Su médico de cabecera recomendó sedarla para reducir el impacto de los síntomas. Y así permaneció tres días. Sus hijos estábamos resignados y preparados para lo inevitable. El 23 de marzo a mediodía, trabajaba en mi computadora cuando brincó el mensaje de Eunice. Ella nos avisaba que mi madre había fallecido. Se interrumpió mi respiración, sentí un golpe en el pecho como el que se experimenta al entrar, de súbito, al agua fría de un estanque. Pensé que me había preparado para ese momento y sin embargo las lágrimas inundaron mis ojos. Aún ahora que escribo esto, siento una sensación extraña en el pecho.
Y entonces, decidimos realizar el funeral a puerta cerrada. La prudencia así lo dictaba. Informamos paulatinamente a todos los familiares y amigos por las redes sociales y por el teléfono. Sólo tres de sus hijos, una nuera, dos yernos y un nieto estuvimos presentes en el velatorio y fue más para concluir trámites que para expresar un último adiós. Sabemos que a ella le habría gustado así. Mi madre fue siempre más prudente que sociable, más pragmática que emocional, más racional que espontánea, más estricta que sentimental, más sabia que tierna.
Y "se me acabó el quehacer" como expresó, me han contado, la abuela de mi esposa cuando falleció su marido. Me quedé sin autoris-consorte, quien escuchara mis relatos antes de que se convirtieran en argumento; me quedé sin enfermo a quien visitar los lunes y los jueves; me quedé sin musa que llenara mi cabeza para inspirar las ideas. En su lugar me invadió una sensación rara. Esto debía ser el hueco que platicara mi padre sentía él en el estómago cuando murió mi abuelo. Pero entonces, recordé un método de algún libro de psicología para recobrar la tranquilidad. Seguí sus pasos. Al final, inspiré profundamente y despacio solté el aire, pero la sensación no desapareció. Tendré que practicar mucho más este método. Me llevará algún tiempo dominarlo. Quizás el tiempo de duelo. Quizás esto es lo que llaman duelo.
Y, repentinamente, recordé mi método: escribir. Escribí sobre cómo murió mi Ángeles, porque ella fue muchos. Este cuento fue el resultado.