Máquinas de Turing biológicas
Alan Turing, brillante matemático inglés, esbozó, hacia el año 1936, su máquina universal autómata. Esta máquina es un dispositivo hipotético que cuenta con una ilimitada capacidad de memoria en la forma de una cinta infinita de papel. La cinta está dividida en casillas. En cada casilla se almacena uno y sólo un símbolo; por ejemplo, los valores binarios uno o cero. La máquina lee la cinta mediante un cabezal que tiene para tal efecto. El lector de este cuento puede imaginar, si así lo desea, que la cinta es del tipo magnético. El comportamiento de la máquina lo rigen las instrucciones contenidas en una tabla dentro de la unidad de control. Cada instrucción decodificada instruye a la máquina a leer el dato de la cinta y de acuerdo con su valor la unidad de control ordenará a la cinta modificar o conservar el dato y luego avanzar, retroceder o mantenerse en la casilla. Ejecutadas tales acciones, la unidad de control brincará al paso en la tabla que le indica la instrucción que ha ejecutado alimentando el siguiente paso a la unidad decodificadora. Con sencillas operaciones como estas es posible crear autómatas cuyo funcionamiento sea capaz de seguir cualquier algoritmo hasta alcanzar la resolución de un determinado tipo de problemas lógicos y matemáticos; como contar, multiplicar o conversar con un aquejado de melancolía. Estas máquinas autómatas, que sólo existen en papeles científicos, son las precursoras de las modernas computadoras. Por supuesto nuestros ordenadores no poseen de manera separada una cinta infinita de papel y una tabla de instrucciones. Nuestras máquinas computacionales tienen, en cambio, una unidad de memoria que conserva tanto los datos procesados como las instrucciones que operan sobre ellos. Por razones de eficiencia, la distinción de su funcionalidad es parte de la tabla de instrucciones; así que las memorias de nuestras computadoras son tanto las cintas de datos como las tablas de instrucciones.
Las células de nuestro cuerpo contienen, dentro del núcleo, larguísimas cadenas de ácido desoxirribonucleico. Elegantes escaleras helicoidales con nucleótidos como peldaños. La ciencia ha comenzado a desvelar los intrincados mecanismos por los cuales tales cadenas gobiernan el funcionamiento de la célula para construir las proteínas que conforman su membrana, quemar azúcares que le provee energía, replicar sus orgánulos en la mitosis. Yo las imagino como pequeñas máquinas de Turing biológicas siguiendo las instrucciones codificadas en esos minúsculos peldaños cuaternarios de moléculas de timina, citosina, guanina y adenina. Millones de peldaños como instrucciones codificadas que guían el comportamiento de las células para nacer, crecer, reproducirse y morir. Son la vida codificada en largos algoritmos contenidos en polímeros de moléculas. Son la vida guiada paso a paso para realizar aquello para lo que fue creada. Es imposible entonces no preguntarse quién codificó tales tablas de instrucciones. Quizás, la evolución, la selección natural de Charles Darwin, asegurarían los evolucionistas; quizás la naturaleza, siguiendo mecanismos de autoprotección y perfeccionamiento de sí misma, esgrimirían los naturalistas; quizás la intención divina, que ocupa nuestro interior y todos los rincones del universo, proferirían los místicos; quizás, los pentiones, diría yo, siguiendo mis atrevidas e infundadas reflexiones. Recuerde el lector que yo no hago ciencia, hago ciencia ficción.