El laberinto de las decisiones
Teseo ingresó al intrincado laberinto de Creta confiando en la idea de Ariadna para lograr escapar una vez alcanzado su cometido. No dudaba de su fortaleza física, del buen ánimo de su espíritu ni de su habilidad con la lanza y la espada. Estaba seguro que podría vencer al Minotauro, aunque sentía sus piernas vacilar. La brutalidad de su oponente se había hecho leyenda. Respiró tratando de expulsar las dudas y de recobrar la confianza acostumbrada. Pensó en que ya no tendría que preocuparse por cómo salir del laberinto, la idea de Ariadna para lograr encontrar el camino era brillante. Tal vez Ariadna sentía algo más que amistad por él, pues ella aseguró que no había dormido buscando la solución. "Lograré abatir a este monstruo y librar a la ciudad de Atenas de la amenaza del Minotauro", se dijo con decisión y se agachó para anudar a una roca el extremo del ovillo de hilo que le había dado la doncella. Después, entró al laberinto. Camino desenrollando el hilo. Cuando la luz del exterior ya no le permitió distinguir sus manos, encendió su antorcha y la alzó para iluminar los pasillos.
El Minotauro sojuzgaba a la ciudad de Atenas exigiéndole enviar periódicamente a siete mujeres y siete jóvenes que le sirvieran de alimento. El monstruo era hijo de Pasifae, esposa de Minos rey de Creta, y de un toro blanco enviado por Poseidón como venganza. El engendro, mitad toro, mitad hombre, tras su nacimiento, y por causa de su violenta conducta, fue recluido en un laberinto intrincado diseñado para tal propósito por el inventor Dédalo. Mientras fue niño, le alimentaban con animales que él mismo mataba; pero convertido en adulto, exigió los sacrificios humanos. Amenazaba con salir del laberinto, asegurando que había descubierto el camino, para asolar a todas las ciudades griegas de no cumplirse sus exigencias.
Teseo alcanzó la cámara central. La luz de su antorcha despertó al residente. Un ensordecedor bramido de desagrado inundó la cámara. Sin perder el temple, nuestro héroe, lentamente, se inclinó para depositar la madeja de hilo y la antorcha en el suelo. Luego Teseo se reacomodó el escudo e inclinó su lanza en dirección de su oponente. La poca inteligencia del Minotauro fue suficiente para impedir que el monstruo atacara de inmediato. Caminó por la cámara describiendo un medio círculo. Teseo le siguió con la mirada e hizo movimientos para mantenerse frente a su enemigo, pero sin alejarse de su antorcha. Proyectar sombras contra el descomunal oponente le daba alguna ventaja. La distancia entre ellos se recortó lentamente. Fue el Minotauro quien envistió primero. La lanza de Teseo hirió el hombro del agresor, pero la embestida arrancó de sus manos el escudo. La lucha fue cruenta. Los gruñidos del guerrero eran opacados por el continuo bufar del monstruo. Al final, la bestia fue vencida y muerta. Las heridas de Teseo no eran graves, pero en la contienda la antorcha se extinguió. El vencedor buscó a tientas, en las tinieblas, la madeja. Muchas horas invirtió en la búsqueda sin éxito. Agotado se recostó para descansar y recuperar las fuerzas. Sus heridas sangraban y cada vez se sentía más débil. De pronto, una tímida luz iluminó un pasillo. Era Ariadna que se había aventurado a los corredores del laberinto, siguiendo el hilo, cuando los bramidos y gruñidos cesaron. Esta es una versión de la leyenda griega del Minotauro de Creta.
Cada vez que enfrento una decisión difícil o no tanto, me siento caminando por el laberinto de Creta. Sin el ovillo de hilo de Teseo, debo encontrar la ruta correcta. Mi laberinto, a diferencia de aquel de la leyenda, tiene puertas. Cuando me acerco a una encrucijada, sé que deberé, al llegar a ella, decidir si doblo a izquierda, a derecha o sigo de frente; también sé que deberé decidir si para tomar la decisión utilizo el algoritmo de Tremaux, el algoritmo de Tarry, mi instinto o mi experiencia. Recorro el primer tramo del pasillo acercándome a la encrucijada. En él debo acumular tanta información como pueda sobre las diferentes opciones. Debo actuar rápido, pues este pasillo tiene una longitud fija. Cuando concluyo tal tramo, poseo toda la información que estuvo disponible para mí en el tiempo cuando yo la busqué. Cierro la puerta de esa sección. No más información será admitida. Luego recorro el segundo tramo del pasillo. En él debo analizar la información recolectada. Debo hacerlo concienzudamente pero con presteza, pues este tramo también tiene una longitud fija. Cuando termino el tramo, cierro igualmente la puerta. No es prudente ni aconsejable volver sobre los pasos. Ningún avance se lograría regresando. Ahora sigue el tramo tercero: la evaluación. Nuevamente sólo hay un tiempo para hacerla. Establezco los criterios más apropiados según la situación y mis preferencias. Entonces alcanzo la encrucijada. Tomó la decisión y me digo que sólo resta trabajar para demostrar que ésta fue la mejor decisión que pude haber tomado. En el laberinto de las decisiones hay puertas, pero no hay hubieras.