Asepsia
Hoy, lavándome las manos, me asaltó una serie de recuerdos de mi historia. El primero de ellos es uno de los pocos que conservo de mi abuelo materno. Él nos visitaba y se quedaba en casa algunos días. Mi abuelo administraba un rancho en Tamaulipas y venía esporádicamente a la ciudad de México para atender asuntos de negocios. Tenía yo entonces alrededor de 10 años de edad. Me encontraba esperando turno tras mi abuelo para utilizar el lavabo. Debíamos limpiar las manos antes de la comida. Órdenes de mi madre, por supuesto. Mientras aguardaba, observé cuán concienzudamente mi abuelo frotó sus dedos, sus palmas y el dorso de sus manos. Incluso lavó sus muñecas y parte de sus brazos. Observé como cerró el grifo mientras restregaba, pues tardó en el asunto un lapso que me pareció muy largo. Observé, intrigado, cuanto jabón utilizó en el proceso. Aquello llamó fuertemente mi atención, porque, para mí, lavar las manos era tan sólo un requisito a cumplir para satisfacer los caprichos de mi madre. Y a pesar de aquella experiencia yo continué lavando mis manos sin esmero.
El segundo recuerdo de la serie fue una visita a un hospital, cuando tuve la oportunidad de presenciar cómo se lavan las manos los cirujanos. Lo hacen de manera parecida a como había presenciado a mi abuelo en aquel primer recuerdo. Pero yo seguí lavándome las manos sin gran cuidado.
El tercer recuerdo fue de una novela de médicos que leí en la adolescencia donde se mencionaba a Gustav Adolf Neuber, fundador de la práctica clínica de la asepsia. Algo sabrán de microbios los médicos que entran a los quirófanos tras lavarse las manos como hacía mi abuelo y cubriendo sus caras con tapabocas. Entonces comencé a lavarme las manos con mayor cuidado. Y ahora comprendo por qué mi abuelo se lavaba las manos como lo hacía. Durante su juventud, la influenza española se abatió sobre el planeta. Sólo la asepsia logró mediar en los efectos de aquella pandemia ya que el virus desapareció antes de que las compañías farmacéuticas lograran aislarlo.
Las vacunas son indudablemente una valiosa herramienta en el combate contra los azotes como el presente que nos tiene a todos sojuzgados. Aunque yo me pregunto: ¿no estaremos obstaculizando la evolución natural del sistema inmunológico con tantos fármacos? Reciban vacuna todos aquellos que la necesitan. Yo seguiré entrenando mi sistema inmunológico. Yo continuaré lavándome las manos, usando tapabocas y guardando la necesaria prudencia social. Tal vez este virus no desaparezca como su pariente de la influenza española de 1918. Tal vez las vacunas no entorpezcan nuestra evolución inmunológica; pero también, tal vez, yo no enferme.